💬 Entre gritos digitales y silencios reales: La urgencia de volver a hablarnos
Venezuela perdió la goma hace rato, y quizá sea un exceso de optimismo suponer que alguna vez la tuvo bien ajustada. No hablo de izquierda ni de derecha, ni del credo que invoca el cielo ni del que reza a la tarjeta de débito. No hablo de moralinas sobre culpas o perdones, ni de si el perfume es Chanel o sudor de mediodía. Hablo de algo más sencillo y más grave: la capacidad de conversar.
De sostener una idea sin convertirla en garrote; de defender una postura sin asumir que el que piensa distinto es enemigo jurado de la República o de la decencia. Confundimos argumento con pedrada. Creemos que gritar más alto es sinónimo de tener razón. Y de esa mala semilla germina lo que hoy vemos: el odio. Ese sí es un camino viejo, un territorio donde los falsos profetas de siempre —los que prometen redenciones exprés y patrias instantáneas— siembran sus delirios para cosechar obedientes.
La ironía es amarga: Ese odio que parece gigantesco vive sobre todo en las redes sociales —ese teatro portátil donde cualquiera se siente Simón Bolívar con teclado. Allí se odia con la soltura del anonimato, con la bilis barata del que no arriesga el pellejo, con la soberbia doctoral del que aprendió cuatro palabras en la universidad y decidió que el resto del país es analfabeta.
Pero —y aquí la noticia que salva el domingo—, el venezolano del terreno real, el que madruga, el que celebra que llegó el agua como quien celebra un gol vinotinto, el que negocia la vida con humor y café, ya no compra boletos para esas ferias digitales de odio. No se deja chantajear por la épica del resentimiento. Puede estar cansado, sí. Puede estar harto, también. Pero entiende, con esa sabiduría que no sale en libros, que el odio no da de comer, no paga el colegio y no reconstruye un país.
En las redes el odio se disfraza de intolerancia, porque hasta el odio necesita máscara para no dar pena. Pero en la calle, en la vida que huele a gasolina, a pasaje de camionetica y a empanada, la gente sigue apostando a algo radical, casi subversivo: seguir hablando. Aunque sea bajito. Aunque duela.
Ese es el país real. El otro es puro teclado sudado y valentía de WiFi. El odio no arregla nada. Hablar, sí. Pero claro, eso exige pensar… y allí es donde varios se nos desmayan.
Porque hablar —aunque sea bajito— todavía puede salvarnos.

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